Por Marene Correa Robleda
Hay café en la casa
pero voy a salir por un café
Porque estoy sola en casa
por centésima vez
Se ve que va a llover
pero prefiero las lágrimas del cielo
a llorar en soledad otra vez
He tratado de descifrar el idioma del viento
pero creo que es como yo:
grita en silencio
inteligible y secreto
añorando y temiendo
que alguien le responda
sin entenderlo por completo
Ya no iré por un café
porque hay café en la casa
y porque está a punto de llover
Me acoge el gris del cielo,
de las paredes permanezco en un encierro
Minuto a minuto oscurece
y quiero cerrar los ojos
para ocultarme de mi detrimento
Minutos u horas después
Se cuelan los granos y el aroma me llama
Por centésima vez,
en mi casa tomada,
Tomaré negro el café
Termino de acabar el poema y no sé si sea el hecho de que acabé de leer el Bestiario de Julio Cortázar por tercera vez o que un clima tan lúgubre que nos acompaña este viernes, pero me siento extrañamente perturbada en mi propia casa.
Mi maestra del diplomado de Cine Mexicano nos dijo el día de hoy que el trabajo final para su materia sería escribir y producir un cortometraje del género de horror. Pero no tu típico horror Hollywoodense, sino horror mexicano. Tampoco la tradicional (pero un tanto quemada) historia de La Llorona sino verdadero horror mexicano. Si cuesta trabajo conceptualizar esto es porque, en efecto, se trata de un reto.
Mi mejor amiga vino a comer hace rato, pero tuvo que irse temprano. Mi hermana está en casa de su amiga, comiendo pasta y viendo películas mientras mis padres están de compras al otro lado de la ciudad.
Sola, entonces, en casa, logro no solo conceptualizar, pero vivir ese horror del que hablaba la Miss.
Algo que nos caracteriza como mexicanos es la familia, los amigos, la constante compañía. Si bien no soy de salir de fiesta todos los viernes (y mucho menos en pandemia) mis viernes y fines de semana los paso con amigos e infaliblemente mi familia. Pero estoy sola este viernes.
Como una premonición, el cielo se nubló, el viento comenzó a soplar sin piedad y aún así el silencio es ensordecedor. Mi casa suele ser luminosa y cálida pero hoy está gris, callada, durmiente. Siento como si me observara, como si yo fuera una intrusa, como si de la noche a la mañana se hubiera vuelto en mi contra, diciéndome “¿qué haces aquí?”
“Parte de mi no quisiera estar aquí,” le contesto yo. Estoy harta de la pandemia, harta de la soledad, harta del silencio, de la incertidumbre y el peligro. Quisiera estar allá afuera haciendo tontería y media porque para eso son los veinte, ¿cierto? Pero ya perdí la cuenta de los contagiados, los muertos, el dichoso semáforo y las mil y una variantes nuevas del bicho que nos acecha.
Así que me quedo en casa. Porque, aunque odie la situación tal y como cualquiera, me importa demasiado mi familia como para ponerlos en peligro por hacer tonterías. Me quedo encerrada porque en casa y y con mi familia, me siento segura y protegida.
¿Pero hoy qué pasa?
Me encuentro en una esquina de la casa, bajo un par de cobijas y con la tele para hacerme compañía.
¿A qué le temo más en estos pandémicos días? ¿Al infame monstruo de allá afuera o al monstruo invisible de mi casa?
¿A la Tercera Ola, o a una casa vacía?